Guerra y parranda

EL PRÍNCIPE Harry es uno de esos tipos que acaban las fiestas saltando a bomba en la piscina, haya o no piscina. Esto es un halago. Si a nadie le resulta fácil caracterizarse como personaje, menos aún ha de serlo para quien nació en el eslabón genealógico de repuesto de una tradición milenaria. El hermano pequeño del heredero del heredero, y encima en una familia donde todos viven tanto, como mucho podía aspirar a ser un profesional del banquillo, igual que Kaká. O algo así como un órgano que sólo pudiera esperar a que la monarquía necesitara un implante. Pero Harry, a cuyo cuidado yo dejaría a Froilán un verano, para que se lo llevara a Las Vegas, encontró en la parranda un espacio en el que existir con mucha más enjundia que la que le habría permitido el destino. En ese sentido, se parece a los millonarios de segunda generación de la novela americana, los hijos de los reyes del Acero o el Queso, quienes, no teniendo hazaña propia que cumplir, se desahogan estrellando descapotables en los acantilados de la Costa Azul. Los segundones de Shakespeare tienen mucho más rencor dentro que Harry, quien parece el resultado de mezclar a Wodehouse y a los Sex Pistols.

Nuestra admiración no hizo sino crecer cuando Harry eligió para madurar encomendarse a una de las grandes potencias de la mitología occidental: el ejército británico en guerra. Vestido con el mismo camuflaje que las Ratas del Desierto, Harry completó una reinvención en la que se ganó el difícil respeto de los compañeros de armas, que no habrían tolerado a un oficial de atrezo haciéndose publicidad, y que enviaron desde Afganistán fotografías de desnudos solidarios para arropar a su camarada durante el último escándalo. Harry ha contado lo de los muchos talibán que mató con la misma inconsciencia lúdica con la que podría hablar hablado de las damas de compañía que se cepilló en la boda de Kate. O de la puntuación obtenida en un videojuego, pues así se vio a los mandos del helicóptero, como si el enemigo fuera otra ocurrencia para la juerga. Paquirrín pilotando un Apache.

Me ha hecho gracia que los talibán protestaran como si Harry no se los hubiera tomado en serio ni mientras los mataba. La reina Isabel podría decirles: «Bienvenidos al club, nosotros tampoco lo hemos enderezado».